POR LUIS ALBERTO DE CUENCA
Los nacidos hacia 1950 tuvimos, y seguimos teniendo, uno de nuestros iconos eróticos en Josefa (Pepa) Flores González, más conocida como Marisol, una malagueña salerosísima, nacida en 1948, que hoy se dispone a trasponer la barrera de los sesenta años sin inmutarse, porque las bellezas olímpicas no cumplen años ni envejecen, al vivir como viven en un mundo de permanencias imaginarias que sólo hará mutis por el foro cuando la legión de voyeurs que soñábamos y soñamos con ella dejemos de respirar.
Y aun cuando eso ocurra -que ocurrirá, más tarde o más temprano-, la estrella de Marisol no se extinguirá, porque es el símbolo de una década, la de los felices sixties del siglo XX, que a algunos nos pillaron en plena ebullición adolescente, de modo que los Beatles, los Rolling Stones, Elvis (que había iniciado su reinado en la década anterior), Sylvie Vartan y el mayo del 68 compartieron bed & breakfast espiritual con la preciosa y algo repipi Marisol en el destartalado edificio de nuestro cerebro, atiborrado hasta la bandera de confusión y de ilusiones al cincuenta por ciento.
La verdad es que las películas de Marisol, y me refiero a las primeras, que fueron sin lugar a dudas las más famosas -Un rayo de luz (1960), Ha llegado un ángel (1961), Tómbola (1962) y Marisol rumbo a Río (1963)-, pero también podría referirme a las que vinieron después, porque allá se van unas con otras, eran absolutamente insufribles, incluso para el loco bajito de nueve a doce años que era yo en la época en que se estrenaron, pero otra cosa era la niña que encendía la luz de todo aquel tinglado mediático.
Aquella niña era fantástica. Tenía una alegría en los ojos que contagiaba y hasta yo creo que resucitaba a los muertos, porque no había pocos de ellos que hacían cola en los cines para verla, en aquel tiempo de zombies en el que se tenía que esperar a la medianoche para comprar los libros prohibidos en un mítico puesto que había en la Gran Vía, enfrente de Sepu.
Aquella niña era un prodigio de simpatía. A veces se pasaba un poco y metía la nariz en todas las salsas hasta resultar enfadosa, pero se lo perdonábamos todo, porque era tan mona, tan pizpireta, tan encantadora y tan extrovertida que parecía que nos hacía señas desde la pantalla y nos decía con la sonrisa: «No os preocupéis, chicos. La adolescencia tiene arreglo. Miradme a mí. ¿No veis lo bien que me lo monto?»
Y luego, de mayor, ¡cómo cantaba -canta- Marisol! Vuélvenos a cantar, como entonces, Háblame del mar, marinero. Si nos cantas esa canción -y fue Alicia quien me ha hecho reparar en ello- puedes estar segura de que desde todas las ventanas de España, e incluso puede que del extranjero, podrá verse el mar, el mar de las Sirenas y de Ulises, en tu maravillosa voz.
Los nacidos hacia 1950 tuvimos, y seguimos teniendo, uno de nuestros iconos eróticos en Josefa (Pepa) Flores González, más conocida como Marisol, una malagueña salerosísima, nacida en 1948, que hoy se dispone a trasponer la barrera de los sesenta años sin inmutarse, porque las bellezas olímpicas no cumplen años ni envejecen, al vivir como viven en un mundo de permanencias imaginarias que sólo hará mutis por el foro cuando la legión de voyeurs que soñábamos y soñamos con ella dejemos de respirar.
Y aun cuando eso ocurra -que ocurrirá, más tarde o más temprano-, la estrella de Marisol no se extinguirá, porque es el símbolo de una década, la de los felices sixties del siglo XX, que a algunos nos pillaron en plena ebullición adolescente, de modo que los Beatles, los Rolling Stones, Elvis (que había iniciado su reinado en la década anterior), Sylvie Vartan y el mayo del 68 compartieron bed & breakfast espiritual con la preciosa y algo repipi Marisol en el destartalado edificio de nuestro cerebro, atiborrado hasta la bandera de confusión y de ilusiones al cincuenta por ciento.
La verdad es que las películas de Marisol, y me refiero a las primeras, que fueron sin lugar a dudas las más famosas -Un rayo de luz (1960), Ha llegado un ángel (1961), Tómbola (1962) y Marisol rumbo a Río (1963)-, pero también podría referirme a las que vinieron después, porque allá se van unas con otras, eran absolutamente insufribles, incluso para el loco bajito de nueve a doce años que era yo en la época en que se estrenaron, pero otra cosa era la niña que encendía la luz de todo aquel tinglado mediático.
Aquella niña era fantástica. Tenía una alegría en los ojos que contagiaba y hasta yo creo que resucitaba a los muertos, porque no había pocos de ellos que hacían cola en los cines para verla, en aquel tiempo de zombies en el que se tenía que esperar a la medianoche para comprar los libros prohibidos en un mítico puesto que había en la Gran Vía, enfrente de Sepu.
Aquella niña era un prodigio de simpatía. A veces se pasaba un poco y metía la nariz en todas las salsas hasta resultar enfadosa, pero se lo perdonábamos todo, porque era tan mona, tan pizpireta, tan encantadora y tan extrovertida que parecía que nos hacía señas desde la pantalla y nos decía con la sonrisa: «No os preocupéis, chicos. La adolescencia tiene arreglo. Miradme a mí. ¿No veis lo bien que me lo monto?»
Y luego, de mayor, ¡cómo cantaba -canta- Marisol! Vuélvenos a cantar, como entonces, Háblame del mar, marinero. Si nos cantas esa canción -y fue Alicia quien me ha hecho reparar en ello- puedes estar segura de que desde todas las ventanas de España, e incluso puede que del extranjero, podrá verse el mar, el mar de las Sirenas y de Ulises, en tu maravillosa voz.
0 comments:
Post a Comment